martes, 22 de marzo de 2022

ME CAGO EN SPIELBERG, O COMO APRENDIMOS A AMAR LA O.T.A.N.



Permítanme contar una anécdota. A raíz de la lectura del libro ¡Me cago en Godard!, del periodista Pedro Vallín, me acordé de haber preguntado años antes a mis alumnos de Valores éticos (3º de ESO) dos cosas: a) ¿Cuál es el número de la policía, 911 ó 091?; y b) ¿Es el FBI parte de la policía nacional? Las respuestas no sorprenderán a nadie. Un 35% del alumnado respondió que el número de la policía era el 911, mientras que un 25% afirmó que el FBI era una agencia de seguridad española. Los resultados me llevaron a preguntar, en 4º de ESO, quién había ganado la Segunda Guerra Mundial. El 70% respondió los “americanos”; el 10%, los rusos. De esta manera se salvó al soldado Ryan, pero se perdió un continente en el camino.

Mi intención, sin embargo, no es echar un lamento ciceroniano sobre estas costumbres y aquellos tiempos. Esta visión de la historia es la que cabe encontrarse en cualquier provincia del imperio, como saben las poblaciones de los antiguos mandatos británicos en Oriente Próximo, que aprendían las penas de la Guerra de las dos Rosas en vez de las suyas propias. En Francia, a pesar de su insistencia en seguir sentada a la mesa del Gran Juego geopolítico, las encuestas nos dejan un resultado igualmente distorsionado. En 1945, recién terminada la guerra, se realizó un sondeo en el que un 20% de los preguntados afirmó que Estados Unidos había sido la potencia decisiva, mientras que para el 57% lo había sido la Unión Soviética. En 2004, las posiciones se habían invertido. La Guerra Fría, la OTAN y el desembarco de Hollywood en busca del soldado Ryan habían cambiado la percepción y, por ende, el mundo.


Esto no supondría mayor problema de no ser porque de esos aluviones de estrellas en las playas de Omaha vienen estos lodos geopolíticos en los que Europa se enfanga. El cine forja valores, construye mapas cognitivos y nos familiariza con la vida cotidiana de un país, en este caso el estadounidense. Le da al norteamericano un aire de familia, convirtiendo su omnipresencia en las pantallas algo tan normalizado como saludar al vecino de Cuenca. Y así es como su visión del mundo, incluidos sus deseos y miedos, terminan por ser los nuestros. Por eso Breaking Bad, cuya premisa no encajaba bien en Europa, hizo las delicias de los puristas. Por eso la geografía urbana estadounidense, cruzada de suburbios de chalets con jardín y trituradores de melancolías y basuras, se nos aparece como natural y cotidiana. Por eso el alumnado sabe que la capital de Estados Unidos es un distrito federal, pero desconoce cuál es la capital de Austria y quién es el presidente de Italia. Y por eso pensamos que los estadounidenses, cuyos principales rostros de la cultura conocemos mejor que el de nuestros alcaldes y alcaldesas, están de nuestro lado a pesar de sus “americanadas”, cuando, en verdad, estamos nosotros del suyo para lo que ordenen y dispongan.

El cine, dicho de otra manera, es nuestra cueva de Altamira. Desde Kant sabemos que no vemos la realidad tal como es, sino tal como somos nosotros. Y si la vemos con unas gafas made in USA, no solo lo haremos con unas lentes impostadas, sino que nos buscaremos la ruina en una noche geopolítica en la que todos los gatos son tan pardos que la lechuza de Minerva apenas vuela. Algunos dirán, sin embargo, que Platoon (1986) o Apocalypse Now (1979), por nombrar dos grandes películas, solo podrían haberse hecho en Estados Unidos. Que nadie, en otras palabras, se despelleja a sí mismo como los estadounidenses. Puede ser. Pero en este punto debemos señalar que son filmes hechos después de la derrota y el descenso a los infiernos, cuando se trataba de lamerse las heridas para alzar el vuelo de nuevo. A este respecto, podemos preguntarnos cuántas películas hechas en Vietnam hemos tenido ocasión de ver sobre este conflicto en el que Estados Unidos perdió a 58.000 soldados, pero mató a más de un millón de vietnamitas. O, ya metidos en la harina rusa, cuántas películas de factura rusa han pasado por nuestros cines sobre lo que en Rusia se llama la Gran Guerra Patria, esa en la que murieron más de 20 millones de ciudadanos soviéticos frente a 170.000 estadounidenses.

Y es que, cuando hablamos de Rusia, rara vez se hace a partir de un conocimiento de primera mano. El ruso es como el monstruo del Lago Ness: nadie lo ha visto, pero todos le tememos. Porque Rusia, ya lo dijo Serrano Suñer para el recuerdo en 1941, es culpable. ¿De dónde sale, por tanto, esa imagen? De la obsesión anticomunista de la Guerra Fría, especialmente lisérgica en España, y de la indigestión provocada por cientos de películas estadounidense. Así las cosas, el ruso ha pasado de ser Iván Drago, la máquina amoral que mata a puñetazos a Apollo en Rocky IV (1985), a Lev Andropov, ese loco genial, borracho y de vuelta de todo, especialmente de asaltar el Palacio de Invierno, que soluciona las cosas a golpes en un derroche de videoclip, sirope y testosterona llamado Armageddon (1998). De la Guerra Fría a la década salvaje y beoda de Boris Yeltsin. ¿Y hoy?

Hoy Rusia es el producto de los años noventa, el decenio en el que estuvo al borde del caos y en el que Yeltsin dio un autogolpe de Estado en octubre de 1993. La Rusia de Putin, ciertamente oligárquica y oscura, es la que viene de aquel golpe y de la guerra carnicera que libró en Chechenia, de la transición al capitalismo perpetrada por la antigua nomenklatura y del saqueo de los recursos estatales a manos de la nueva oligarquía. Tras un breve romance en la cumbre, simbolizado por las risotadas al alimón de Clinton y Yeltsin, Rusia vuelve a ser el ogro de garganta profunda y rostro impenetrable que exige que la OTAN, en la que votamos permanecer por los pelos y con la boca reseca de promesas rotas, no ponga una base más en su frontera.

Así que unos pueden cagarse en Godard con mucho estilo y amenidad, y otros, si se nos permite, lo haremos como podamos en Michael Bay, Ron Howard y Steven Spielberg. No me malinterpreten. Ni la Rusia de Putin deja de ser truculenta y amenazante para Ucrania, un país soberano, ni Salvar al soldado Ryan es una mala película. Spielberg es un narrador de primera. Pero como los seres humanos somos animales que contamos historias para ahuyentar los miedos y dar forma a nuestros deseos, es saludable saber de dónde vienen las que nos creemos a pies juntillas. No es que Éric Rohmer sea más trepidante que una película de la Marvel, que puede serlo, ni que Andréi Tarkovski sea más espectacular que una película de Batman, que también. Lo que afirmamos es que el waterboarding de nuestras pantallas a manos de Hollywood nos dibuja un mapa del mundo que hacemos propio sin saber cuál podría ser el nuestro, predisponiéndonos a aceptar que, por muchas masacres de My Lai que hayan cometido, los americanos, al final, son los buenos.

Y lo son porque los llevamos viendo toda la vida conquistar el Oeste, conducir coches descomunales y enamorarse en la Quinta Avenida, de Nueva York, sobreentendemos todos. Sus penas y miedos son ahora también los nuestros. Su Miami romperá caderas en Eurovisión este año, y nuestra Noche de Difuntos es ahora un trasunto de su Halloween. Todo ello es sincretismo, y toda cultura está hecha de hibridaciones de este estilo. Pero esto también le sirve a Estados Unidos para presentarse como la culminación y el guardián de la cultura grecolatina, la occidental, dicen, la buena. Y Rusia, en cambio, aparece como el bárbaro oriental que está a nuestras puertas como antaño lo estuvieron Gengis Khan y el Imperio Otomano. Pero no teman, el soldado Ryan ha vuelto para salvarnos, como vino en 1999 para bombardear Belgrado. Para eso las bases de EE UU transmutaron en bases de la OTAN, que ahora también son las nuestras, como su paz del cementerio y sus realities de moralina y espanto. Estamos, esta vez sí, se nos asegura, en el lado bueno de la historia, la que apenas sucede, pero es la única que se cuenta.

Miguel Ángel Sanz Loroño
(Fuente: https://www.elsaltodiario.com/)

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