miércoles, 30 de enero de 2019

UNA REFLEXIÓN A CONTRACORRIENTE SOBRE EL ABORTO



No se si sorpenderá o no a los lectores, pero a quienes me conocen personalmente en modo alguno: me declaro "pro-vida". No concibo que una persona consciente y sensible pueda declararse otra cosa. Y se que es una declaración fácil desde una condición, la de varón, que me impide el ser gestante (de lo que no estoy excluido es de la de -posible- procreador).

También se que la casuística que se da en el problema que abordo es inmensa, y que las reglas generales no valen ante la inmensa cantidad de excepciones no ya posibles, sino reales. Pero personalmente nunca he conocido a una mujer para la que el aborto no haya sido un trauma en sí, al margen de las dramáticas condiciones que las hayan empujado a esta radical decisión. Hay soluciones a un problema que se convierten en la raíz de otro mayor. Y el remordimiento, la brutalidad en la intrusión en la intimidad corporal y la vergüenza se han hecho presentes, por separado o combinados, en cada caso del que tengo constancia.

Entiendo que legalmente muchas circunstancias deberían eximir a una mujer de ser sancionada por este acto, y que bastante tiene la que incurre en él a sabiendas, sin autoengaños ni justificaciones, de lo que supone. Nada más lejos de mi intención al compartir esta entrada que demonizar o avergonzar a ninguna mujer, sea cual sea su postura -teórica o ejercida- al respecto.

Sencillamente, al encontrar el siguiente texto, firmado por Guillermo Barber Soler, vi perfectamente delineado lo que siempre he pensado sobre un problema tan controvertido. Y si el autor llega a leer esta entrada, le ruego que disculpe los breves añadidos y modificaciones que me he permitido efectuar a una reflexión tan certera.


Me dijeron que proponían el aborto porque morían chicas. Les pregunté haciendo qué morían esas chicas, y me dijeron “abortando”. Les pregunté si esas muertes se evitarían si no se abortara y me dijeron que era machista.

Me dijeron que el problema era la clandestinidad. Les pregunté si el riesgo que conllevaba realizar otros actos ilegales también era motivo para legalizar aquellos actos, y me dijeron que no, que era ridículo. Les dije entonces que el argumento que proponían era el mismo, y, por tanto, igual de ridículo, y se enojaron.

Insistieron en que era un problema de salud pública por la cantidad de muertes. Les pregunté cuántas eran y no se pusieron de acuerdo.

A las que dieron números pequeños les pregunté si no sería más efectivo a nivel salud invertir esos recursos en prevenir otras muertes más numerosas, y me llamaron insensible.

A las que daban números exorbitantes les pregunté cómo pensaban repoblar el país. Les mostré que en países donde era más fuerte y eficiente la prohibición, había muchos menos casos de muertes maternas por abortos que en los países donde era legal que se hicieran. No les importó.

Les mostré que otros países ya estaban sacando de circulación, por el peligro que traía a la salud materna, el misoprostol. No les llamó la atención.

Empecé a dudar. Pensé que quizá se podía resolver el núcleo de la cuestión, que tiene que ver con la vida y la libertad.

A los que les hablé de metafísica, me dijeron que eso era una antigualla.

A los que les hablé de ciencia, me dijeron que la ciencia no tenía competencia en la ley.

A los que les hablé de ley, me dijeron que era una cuestión de principios.

A los que les hablé de principios, me dijeron que todo es relativo.

A esos les pregunté entonces por qué estaban tan seguros, y me llamaron dogmático.

Me dijeron que era una cuestión de pobreza. Les pregunté si les parecía bien matar pobres. Se enfurecieron.

Les pregunté si no era mejor mejorar la economía, y les hablé de modelos económicos exitosos. Se aburrieron y me miraron raro, como si hablara otro idioma.

Me dijeron que era un tema de igualdad de género. Les pregunté si los padres podían demandar el aborto en contra de la voluntad de la madre. Se escandalizaron.

Les pregunté si creían en que a un padre se le puede exigir legalmente hacerse cargo de un hijo que él no quiso. Lanzaron gritos de guerra.

Me dijeron que nadie podía obligar a una mujer a ser madre. Estuve de acuerdo. Pero les pregunté primero por qué sí se podía obligar a un hombre a ser padre. Fingieron no entender.

Les pregunté si creían que el derecho a decidir estaba por encima del derecho a vivir. Dijeron que era relativo. Les pregunté por qué, mejor, no buscamos una propuesta superadora que respete las dos vidas y la elección de los padres a no hacerse cargo.

Me dijeron que no les hable de adopción. Les pregunté por qué. Callaron.

Les insistí en por qué no mejorábamos el sistema de adopción. Me dijeron que era imposible. Les comenté de otros países donde se hacía. No quisieron escuchar.

Les mencioné proyectos de ley en nuestro país para mejorar el sistema. Pero nadie quiere apoyar ese proyecto.


Las vi vestidas todas de un mismo color, vitoreando consignas, enardecidas al abrigo de una aparente unanimidad. Les dije que había ahí un fenómeno de masificación, y me llamaron racionalista.

Les pregunté si no seguían sin cuestionar lo que la masa, manipulada por medios y poderes, les proponía. Me llamaron nuevamente dogmático. Sí. A mí.

Me di cuenta entonces que eran todas excusas. Que directamente la vida no les importaba. Ni la de los seres humanos en gestación ni la de las gestantes.

Si no, habrían dudado.

Si no, habrían escuchado.

Si no, habrían investigado.

Si no, habrían buscado propuestas superadoras.

Pero no.

No les importa.

Hay mujeres que consideran un derecho poder matar.

Hay hombres que sólo quieren desentenderse y no hacerse responsables.

Unas y otros parecen reclamar solo un inaudito "derecho a la irresponsabilidad".

Y hay un ser frágil y precario atrapado en esa red de intereses imposibilitado para reclamar por sí mismo su derecho a vivir.

(Fuente: https://www.facebook.com/)

Post-data 7 febrero: