sábado, 9 de diciembre de 2023

1890-1948: LA COLONIZACIÓN DE PALESTINA (2ª PARTE)



El Mandato británico

El Mandato consistía en una transacción entre el sistema colonial previo y el principio de la libre determinación de los pueblos defendido, fundamentalmente por Woodrow Wilson. El objetivo declarado de estos mandatos era llevar a los pueblos que anteriormente se encontraban bajo el yugo de alguno de los imperios derrotados a la independencia. Ni qué decir tiene que las amables potencias que tutelaban dicho proceso no eran otras que las vencedoras en la contienda (Francia y Gran Bretaña fundamentalmente). Los mandatos se dividieron en tres clases que venían a definir el grado de desarrollo político del pueblo en cuestión. Dicho grado era determinado, también, por las potencias victoriosas.

Los árabes, incluyendo Palestina, estaban en la clase “A”, la más adelantada, lo que significa poderlas reconocer provisionalmente mientras recibían la ayuda y consejos para su administración en su progresión a la independencia. Es importante este detalle porque muchas veces Israel esgrime la idea, que ya hemos comentado anteriormente, de que aquello era un páramo de gente no evolucionada que ellos convirtieron en un vergel rico y que ahora pues tienen envidia. En la región, Líbano y Siria fueron confiados a Francia, y obtuvieron sus independencias en 1943 y 44, antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, por su parte Reino Unido recibía Palestina y Transjordania, otorgando la independencia a Jordania en 1946 y a Palestina en … en … nunca. Otro dato adicional sobre los mandatos es que estaba establecido por la Sociedad de las Naciones que la elección del mandatario debía tener en cuenta los deseos de las propias comunidades. Pero hubo un mandato en el que esa norma no se aplicó. ¿Adivináis? Exacto. Palestina.

En la Conferencia de la Paz de París de 1919, Woodrow Wilson había insistido en nombrar una comisión que averiguase los deseos de las poblaciones autóctonas. La comisión recomendó mandatos norteamericanos sobre Siria, incluyendo Palestina. También recomendó modificar el extremo programa sionista para Palestina de ilimitada inmigración judía, declarando que el objetivo que perseguía el mismo era convertir Palestina en un estado claramente judío, lo que sería una grave injusticia. Adicionalmente, sobre el alegato sionista del derecho a Palestina por su ocupación 2.000 años antes, observaron que no podía considerarse de forma seria. El Secretario de Relaciones Exteriores británico advirtió que “hogar nacional” significaba “estado judío”, dónde los árabes serían ciudadanos de segunda clase.


Los planes siguieron adelante. En abril de 1920, en San Remo, Francia, se convino que a cambio de la libertad de acción francesa en Siria y Líbano, Palestina quedaría definitivamente bajo la tutela de Gran Bretaña, suprimiendo el régimen internacional. Se incluyó al mandato una versión más explícita de la Declaración Balfour, reconociendo a la Organización Sionista Mundial como el organismo judío que colaboraría en el establecimiento de un Hogar Nacional Judío adquiriendo tierras y planificando asentamientos así como organizando la inmigración. Los árabes ni eran mencionados en el documento, salvo como “comunidades no judías de Palestina”. Recordemos que eran la mayoría aplastante de la población. El 24 de junio de 1922 se firmó y en septiembre de ese año entró en vigor. El 16 de septiembre la Sociedad de Naciones aprobó la administración separada de Transjordania, por lo que el Mandato sólo aplicaba a Palestina, aunque los planes originales para el Hogar Nacional incluían los territorios vecinos.

La política británica en Palestina llevó a las promesas contradictorias a Palestinos y Judíos lo que provocaría graves conflictos en Palestina entre la población autóctona y los migrantes judíos. Pero antes de hablar de esos conflictos, pongamoslos más en contexto con algunas cifras, para que nos hagamos una idea de cuál era la presión migratoria sobre el territorio. Como ya hemos señalado, la Organización Sionista había iniciado sus andanzas en la región mucho antes del mandato. Pero la Declaración Balfour dio alas a la migración: en 1918 la población judía era de 56.000 personas, en 1922 alcanzó 88.000 en un territorio de 750.000 habitantes. Para 1939 ya eran 445.000 para 1.5 millones. Pasaron de un 10% de judíos en 1919 al 30% en 1939. Las tierras dominadas por judíos pasaron del 2,5% en 1920 al 5,7% en 1939.

Es lógico pensar que los palestinos, habida cuenta de todas las declaraciones británicas y sionistas, y del volumen de inmigrantes que recibían, sintieran que estaban siendo invadidos. Y es aún más lógico pensar que esta situación, en la que su voz como población autóctona era absolutamente ignorada, generaba un sentimiento de impotencia que rápidamente podría convertirse en rencor y rabia. Y dado que no existía organización política palestina que canalizara este descontento, sucedió que estallaron revueltas que rápidamente se tornaron violentas. Tales como las revueltas antisionistas de 1920 y 21, o las de 1929, incluso una rebelión grave que fue reprimida militarmente por los británicos entre 1936 y 1939.

Lord Peel encabezó una Comisión Real en 1937 con el fin de informar sobre los disturbios. Expuso que las causas eran una combinación del deseo de independencia y del odio y temor que inspiraba el establecimiento del hogar nacional judío en sus tierras. Adicionalmente, consideraron que la conversión obligatoria de Palestina en un Estado Judío en contra de la voluntad de los árabes violaba el espíritu del Sistema de Mandatos al negar la libre determinación nacional. Esta misma comisión determinó que el conflicto no era provenía de viejas antipatías interraciales, sino que los percances que se habían dado en el pasado eran pocos, considerando que siempre habían vivido judíos en la región. El conflicto, derivaba, por tanto, de la oposición a la Declaración Balfour y a los objetivos del sionismo por parte de los árabes. Los judíos habían formado un Estado dentro de un Estado en Palestina. El Gobierno Británico había hecho dos promesas paralelas y no podía acceder a ambas a la vez, y se recomendó partir el territorio.

Obviamente, ninguna de las partes aceptó esta fórmula. Los judíos alegaban que violaba la Declaración Balfour y el Mandato. Los palestinos alegaban que dividía su tierra, lo cuál era flagrantemente cierto. Las posteriores negociaciones en Londres fracasaron. En mayo de 1939, el Gobierno Británico anunció que en 1949 Palestina sería un único estado para ambos pueblos. Los sionistas dijeron que no, y se reunieron, en 1942, en Nueva York, para aprobar el “Programa Biltmore”, que incluía la exigencia del establecimiento de un Estado Judío en Palestina. Un comité anglonorteamericano presentó otra serie de recomendaciones en 1946 que los británicos consideraron impracticables. En febrero de 1947, tras 30 años de excelentísima gestión, Gran Bretaña, creadora del problema, decidió pasarle la patata caliente a las Naciones Unidas, que tenían dos años de existencia.

Para ese momento, la población judía ya alcanzaba los 608.000 habitantes sobre un territorio de 1.850.000. Gran parte de esta inmigración había llegado huyendo del nazismo, que como ya adelantamos en su momento, fue un catalizador. Pero para entonces, ya llevaban casi cinco décadas de desarrollo del plan sionista. Los árabes palestinos simpatizaban con la angustiosa situación de los judíos europeos, pero su inmigración masiva creaba sufrimientos a una población que no era responsable directa de las salvajadas que habían sucedido en Europa y, obviamente, se negaban a cargar con esa responsabilidad. No comprendían por qué debían sufrir ellos por el sufrimiento que otros habían infligido a los judíos. Ni lo comprendían ellos ni cualquier persona humana con dos dedos de frente. Los árabes palestinos argüían que los judíos debían ser acogidos por otros pueblos también, no solo ellos. Pero la única explicación posible al sufrimiento palestino se encontraba en otro lugar, y no en su responsabilidad con el holocausto. Estaba en los intereses imperialistas en la región.


Recordemos que Balfour era profundamente antisemita y que, probablemente, uno de los motivos por los que apoyó el sionismo era, precisamente, quitarse a los judíos de encima. No fue el único al que se le ocurrió la idea, no fue la única vez que el sionismo se aprovechó de algo similar. El acuerdo de Haavara fue un pacto secreto entre sionistas y nazis con el fin de vaciar de judíos Alemania enviándolos a Palestina. Para ello, era necesario hostigar a los judíos alemanes, ciudadanos de pleno derecho, con el fin de que el apartheid les impulsase a migrar a Israel. Hay que entender que el 95% de los judíos alemanes se sentían alemanes. Los sionistas, por tanto, colaboraban con los nacionalsocialistas. Prueba de estas relaciones se encuentra en que la Alemania nazi fue el estado que más inviritó en Palestina, una Palestina en manos británicas. El sionismo no solo no tuvo cargo de culpabilidad sobre la colaboración que tanto daño trajo a los judíos europeos, sino que aprovechó la victimización y el brutal impacto en la opinión pública internacional que supuso la Shoah u Holocausto. El propio supremacismo Europeo que esperaba expulsar a los judíos de Europa, también haría la vista gorda a la violencia ejercida por estos a una población nativa palestina a la que veían aún más inferior.

La fundación de Israel

Para 1947, la violencia era generalizada. Los árabes habían reaccionado con brotes de violencia a las política del Mandato, pero es que desde 1920 comenzaron a aparecer grupos terroristas judíos. En 1940, la organización paramilitar judía, Haganá, que llevaba operando desde los años 20 en un proceso de colonización paraestatal, intentó sabotear la devolución de un barco lleno de inmigrantes judíos, provocó su hundimiento matando a 267 personas e hiriendo a 172 (todos judíos, se ve que lo del fuego amigo es tradición suya). En 1944 el atentado al hotel King David de Jerusalén, mató alrededor de 90 funcionarios árabes, judíos y británicos.

En este agradable contexto, la ONU creó, en mayo de 1947, una Comisión Especial de las Naciones Unidas para Palestina, y la autorizó a vincular los problemas de los judíos Europeos con la cuestión Palestina, a pesar de las protestas de palestinos y otros represejntantes árabes. Dicha comisión señaló que al instituirse los Mandatos, el principio de autodeterminación que correspondía no fue aplicado a Palestina con la clara intención de posibilitar la fundación del Hogar Nacional Judío, alegando que tanto este como el Mandato se oponen, realmente, a la aplicación del principio de autodeterminación. Recomendó, dicha comisión, conceder sin demora la independencia a Palestina. Una minoría de sus miembros planteaba la posibilidad de un Estado Federal unificado con considerable autonomía para ambas comunidades, pero la mayoría propuso la partición en dos estados y Jerusalén como ciudad internacional.

Como es lógico, se puso en duda la competencia jurídica de las Naciones Unidas para partir el país porque, a decir verdad, ¿de dónde sale la legitimidad de la ONU? ¿No es, acaso, un organismo creado por las potencias vencedoras como otrora fuera la Sociedad de Naciones? En cualquier caso, la ONU es, quizá, el actor de esta historia que albergaba (y alberga) las mejores intenciones a pesar de su evidente incapacidad para lograrlas. Pero se consiguió que la Asamblea General aprobase, con enmiendas menores, la partición en la resolución 181 (II) de 20 de noviembre de 1947. El mandato debía terminar y ambos estados debían obtener la independencia el 15 de mayo de 1948.

El tamaño del Estado Judío era más pequeño de lo que la Organización Sionista había esperado, pero podían tachar una cosa de su lista de deseos: habían logrado un Estado Judío en Palestina, y ese es el único motivo por el que aceptaron el plan de partición. Esta resolución ya no era un brindis al sol, como la Declaración Balfour, que buen servicio les hizo. Sin embargo, la ONU proporcionaba una legitimidad internacional que no habían tenido hasta ese momento, por lo que, aparentemente, se conformaron.

Ni qué decir tiene que la violencia no había disminuido un ápice. Y tras la resolución se intensificó, y aún aumentó más cuando las fuerzas británicas se prepararon para retirarse. Adelantaron la fecha de su retirada al 15 de mayo de 1948. Las fuerzas sionistas aprovecharon ese momento para pasar a la ofensiva poniendo en práctica el “Plan Dalet”, cuyo fin era ocupar tierras asignadas al Estado Árabe tan pronto como la autoridad británica se debilitara. Las fuerzas irregulares palestinas intensificaron también sus operaciones, la violencia se extendió y las víctimas principales fueron los civiles palestinos. Es en este contexto en el que se da el infame ataque sionista a la aldea de Deir Yassin, cerca de Jerusalén. Habían tratado, los habitantes locales, de mantenerse apartados de la lucha, pero de nada les valió: 255 muertos, incluyendo niños. La represalia fue un ataque a un convoy judío con 77 muertos. El terror perpetrado por los sionistas en Deir Yassin fue tal que provocó la huída de los árabes de otras ciudades y aldeas.

El 14 de mayo, el día antes de la retirada de las fuerzas británicas, en mitad de la lucha, Israel proclama su independencia en base del programa sionista, la Declaración Balfour, el Mandato y la Resolución de Partición. Mientras las tropas británicas se retiraban ceremoniosamente, las tropas de los países árabes limítrofes entraban en las zonas adjudicadas al estado árabe palestino, dándose inicio así a la Primera Guerra Árabe Israelí. Cuando el Consejo de Seguridad logró imponer el cese al fuego, los israelíes se habían impuesto y controlaban gran parte del territorio asignado al Estado Árabe, y la mitad occidental de Jerusalén. El armisticio de 1949 dejaba a Israel con el 67% del territorio de Palestina. Egipto y Jordania administraban el resto. Gaza fue administrada por Egipto, y la Ribera Occidental por Jordania. De los dos estados contemplados por la resolución de la ONU, solo uno fue establecido. El Estado Árabe de Palestina no llegó a nacer. Lo demás, como se suele decir, es de sobras conocido.

Conclusiones

Las guerras árabe-israelíes han sido constantes y, hasta ahora, a Israel le ha ido bastante bien, siempre con el apoyo de una UE y USA detrás, potencias que se venden como no imperialistas pero que, en el fondo, han mantenido la misma política supremacista en el mundo aunque bajo mano. Por mucho que quieran enmascararlo, vendernos que son las víctimas, o tirar de mitos como el holocausto para tratar de justificar la existencia de su estado, la verdad es que los planes del sionismo son muy anteriores a todo esto, y que la línea venía marcada desde entonces. Como el historiador israelí, Ilian Pappé, señaló: Israel es un ejemplo más de lo que se conoce como colonización de poblamiento, y que consiste, básicamente, en desplazar a la población autóctona, romperla, diezmarla y marginarla en aras de ocupar sus tierras con población importada.

Una de las lecciones más grandes que nos enseña este conflicto, aunque la podemos extraer de casi todos los conflictos, es la importancia del relato. El relato como vehículo justificador, capaz de construir naciones, crear causas, o modificar la realidad. No importa la verdad cuando se tiene un buen relato que justifique los desmanes cometidos. El relato no es fijo, se mueve, se modifica, evoluciona. Si antes el imperialismo estaba bien visto, cuando dejó de estarlo se camufló con un relato que legitima ciertas prácticas imperialistas: cuentos sobre armas de destrucción masiva, supuestas y generosas luchas por la democracia y la libertad, etc. Pero al final, cuando se rasca un poco la superficie, las viejas prácticas del imperialismo aparecen bajo esa nueva capa de pintura y barniz. Algún día dedicaré tiempo al tema del relato y como la religión o el nacionalismo han sido utilizados para, precisamente, construirlo. Así como la ciencia ha utilizado el conocimiento para desmontar las tesis de la religión, la historia, como disciplina, o los historiadores más bien, pueden hacer lo propio con los mitos construidos para justificar el status quo, la opresión, el expolio, etc.

Hoy, los hechos consumados nos colocan en una situación de lo más compleja. Hace más de setenta años que el Estado de Israel existe, y hace más de ciento veinte años que migrantes judíos han ido llegando a la región en aras de construir su estado a expensas de los árabes palestinos. La lógica nos dice que lo justo sería devolver Palestina a los Palestinos, pero ¿cómo hacer esto sin cometer un genocidio igual al que Israel está cometiendo con Palestina? Es imposible, pues hoy viven cerca de siete millones de judíos en la región.

¿Y cuál es la solución? Yo no tengo respuesta a esa pregunta, pero sí opinión. En palabras de Shlomo Sand, que lo expone muy bien: Israel puede reclamar el derecho a existir aceptando que un doloroso proceso histórico condujo a su creación y que cualquier intento de desafiar este hecho producirá nuevas tragedias. Podemos aceptar la existencia de Israel, pero partiendo de la dolorosa injusticia que cometió con Palestina. Pero, a su vez, debemos reconocer el Estado Palestino, y asegurarnos de que, como mínimo, se respetan las fronteras de 1967, para garantizar al pueblo palestino su desarrollo en paz. Y esta solución es absolutamente injusta para los palestinos, sin embargo, dudo mucho que sean estos los que, hoy por hoy, pongan más pegas a su aplicación.

(Fuente: https://www.meneame.net/)

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