martes, 26 de noviembre de 2013

"BLUE JASMINE", IMPLACABLE CUENTO MORAL



Noviembre no significa solo frío o acortamiento de los días. Para los cinéfilos de pro es también el mes de nuestra cita con un nuevo film de Woody Allen. El de este año, "Blue Jasmine", es un relato amable en las formas, pero singularmente amargo en su trasfondo, acerca de la deriva emocional y existencial de una millonaria neoyorkina venida a menos -deslumbrantemente interpretada por una Cate Blanchett en estado de gracia en el que es sin duda su mejor papel en la pantalla (no me extrañaría que la otorgasen cierta estatuilla dorada a cuenta de su magistral encarnación de esta "fashion victim")-, mujer florero de un tiburón de las finanzas, Hal (Alec Baldwin), cuyos turbios manejos le han conducido a la caída (prisión, ruina y suicidio), con el consiguiente desamparo de su viuda, personaje neurótico, insincero y eternamente dependiente de un complejo cóctel de antidepresivos (o de un trago de vodka sustitutivo).

Forzada a buscarse la vida, Jasmine abandonará Nueva York, donde la resultaba humillante verse atendiendo en una zapatería a las pijas a las que antes invitaba a sus fiestas. Recurre entonces a una hermana adoptiva, la positiva y vital Ginger (Sally Hawkins), a la que Hal había estafado cuando, como única concesión del destino, se vio poseedora de una pequeña fortuna gracias a un premio de lotería. Instalada con ella en su modesto piso de San Francisco, va desmoronándose a cámara lenta, mientras manipula a su anfitriona, auténtico imán de perdedores y fracasados, pero que sabe sobreponerse a la adversidad.

Un lúcido pesimista que sabe hacernos reir.
"Blue Jasmine" está transida de un moralismo (diría incluso que de una moralina) extraño al cine previo del genio neoyorkino, como si la edad le hubiese vuelto un tanto sentencioso. Sus personajes son los caprichosos, autocomplacientes e inmaduros habitantes de un mundo de apariencias que, parece decirnos el autor, es inevitablemente el nuestro. Es de una reconocible mediocridad la cómoda ignorancia, el no querer saber de la protagonista, quien decía haber firmado siempre los papeles que le ponía delante su marido no por confianza en su buen hacer (algo sospechaba de cómo se ganaba la vida), sino porque, como él le recuerda en uno de los flash-backs en que abunda el relato, lo mejor era disfrutar de su lujoso tren de vida sin hacer preguntas.

Nota malévola: ¿No recuerda inequívocamente a cierta Cristina que, por cierto, no es la de "Vicky, Cristina, Barcelona", sino la que podría protagonizar "Iñaki, Cristina, Pedralbes"? Con la diferencia de que la Jasmine de Allen reacciona cuando se sabe engañada por su marido (no explico cómo para no frustrar la sorpresa), mientras que la infanta de España prefiere asumir el papel de sufridora, siguiendo el ejemplo de su regia madre.

El sólido relato de Allen pivota sobre el precio a pagar por la mentira, algo que arruina la gran oportunidad de Jasmine cuando conoce al pretendiente ideal (Peter Saasgard) para rehacer su vida, pero es incapaz de sincerarse con él. Diríase que el único dique que puede contener su lento pero imparable descenso hacia el desequilibrio mental, que poco a poco se va adueñando de ella, es el espejismo de lujo y "glamour" que solo una posición económica desahogada puede otorgarle, previo pago -eso sí- de un peaje que no es sino la superficialidad y la inautenticidad de un papel cada vez más exigente y devorador, a cuya altura finalmente no sabe estar (incluso el nombre que usa en sociedad es falso, pues sustituye al "Jeanette" original, que no le resulta tan "fashion").

Parece exagerado afirmar -como han hecho algunos medios- que nos encontramos ante el pronunciamiento de Allen sobre la actual crisis financiera, puesto que tal dictamen convierte la mirada atenta y amable del cineasta sobre una historia anecdótica en una sentencia categórica. Lo que el director realiza es la minuciosa disección de una clase social desesperantemente autista, cuyo anquilosamiento intelectual y moral ha agravado la crisis que padecemos.

Todos los personajes de esta implacable tragicomedia son, en mayor o menor medida, víctimas y culpables de su apuesta por el fingimiento, por la conveniencia, ya sea por inmadurez como Ginger, por la aspiración al éxito como el personaje protagonista, por la conveniencia de una imagen por parte del diplomático que pretende brevemente a la protagonista hasta que descubre que esa mujer, por su pasado, no encaja con sus pretensiones de ascenso en la política, o por otros variados y mezquinos -y, por tanto, muy humanos- motivos.

 Algun@s nunca consiguen superar el pasado.
Curiosamente, son dos personajes masculinos los únicos que escapan a este juego de hipocresías, Chili (Bobby Cannavale), el novio de Ginger, un rudo y testosterónico currante que no se complica mucho la vida -se diría una especie de "Homer Simpson" en estado embrionario, presentado por el director con una refrescante mezcla de patetismo (hasta su apodo es ridículo) y simpatía-, y Danny (Alden Ehrenreich), el hijo de su fallecido marido, estudiante de Harvard con un prometedor futuro que lo deja todo al saber que su padre es un estafador que ha arruinado a numerosas personas abusando de su confianza, y al que Jasmine reencuentra en una modesta tienda de instrumentos musicales, pero con el que no puede reconstruir ningún lazo del pasado: es el único, de todo el elenco de personajes de la trama, que ha roto con el ayer, y, sin concesiones, ha rehecho su vida. Su sentido de la independencia le impone rechazar a su madrastra, dejándola sin el asidero del único ser de su entorno que no ha malvendido su dignidad.

Si este resumen, quizá demasiado cercano al "spoiler", de la trama la presenta como una historia lúgubre es porque obvia la chispeante fluidez -marca de la casa- de unos diálogos y situaciones que la dulcifican y revisten de una ligereza que nos hacen no ya digerible, sino a ratos delicioso, lo que se nos cuenta.

Y lo que se nos cuenta es sencillamente el reverso pesimista de aquel eficaz -y tramposo- cuento de hadas capitalista que perpetró Garry Marshall hace más de dos décadas bajo el título "Pretty Woman", y que bien pudo hacer soñar a una Jasmine adolescente con ascender a esa aristocracia del dinero de la que ahora se ve dolorosamente exiliada, tanto económica, como geográfica y emocionalmente. Lo que para una sociedad que se resiste a aceptar la realidad es el fin del estado del bienestar, para ella es el comienzo del declive de un subjetivo estado-del-bien-parecer (mi agradecimiento al doctor Valero por tan feliz hallazgo léxico) que arrasa con su precario equilibrio mental.

Allen la retrata con piedad, pero con un implacable fatalismo, en un momento de su caída en que su situación aún puede hacernos sonreír sin sarcasmo y compadecernos de ella sin cinismo.

Invito al espectador de este absolutamente recomendable film a pensar en qué situación se hallaría nuestra heroína tan solo una semana después de que el guionista la deje sentada en un banco, mintiéndose una vez más a sí misma a través de sus confidencias a una extraña, en una situación simétrica a aquella en que nos la ha presentado hora y media antes, subida al avión que la lleva a San Francisco.

(posesodegerasa)


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