miércoles, 11 de julio de 2012

"LA CUEVA DE LOS SUEÑOS OLVIDADOS", MUCHO MÁS QUE UN DOCUMENTAL



De un tiempo a esta parte el cineasta alemán Werner Herzog -uno de esos personajes "bigger than life", que dicen los anglosajones- viene demostrándonos infatigablemente que es el mejor documentalista del momento, y que algún día ocupará su puesto en el Parnaso del cine junto a Flaherty, Welles y nuestro ignorado pero genial José Luis Guerin. Su último estreno, "La cueva de los sueños olvidados", rodada en 3D, es una de las experiencias cinematográficas más extraordinarias que se ha podido paladear en nuestra cartelera en mucho tiempo, y, aparte de la reseña de su contenido y de recomendarla encarecidamente, nos sirve de excusa para echar una mirada a la atípica trayectoria de su autor.

Nacido en Munich en 1942, Werner Herzog, cineasta autodidacta, se dio a conocer a través de extraños y desmesurados documentales que fueron granjeandole un notable reconocimiento en circuitos culturales alternativos, y que llevaron a la crítica a incluirle, junto con Wim Wenders, Alexander Kluge, Volker Schlöndorf, Rainer Werner Fassbinder y el inclasificable Hans-Jürgen Syberberg, en lo que se llamó "nuevo cine alemán". Los años setenta fueron los de su reconocimiento internacional, con películas de ficción tan admiradas como "Aguirre, la cólera de Dios", "Corazón de cristal", o su obra maestra absoluta, "El enigma de Gaspar Hauser", premiada en Cannes en 1974.

El primero de los titulos citados marca también su primera colaboración con el desquiciado actor Klaus Kinski. De su asociación salieron algunas de las mejores películas de ambos -"Woyzeck"; posteriormente un "remake" neo-gótico del "Nosferatu" de Murnau, y, ya en los ochenta, las alucinadas "Fitzcarraldo" y "Cobra verde". Aquella no fue en absoluto una relación equilibrada. Es famosa la anécdota según la cual Herzog obligó a Kinski a rodar las últimas escenas de "Fitzcarraldo" a punta de pistola. Al decir del director, “ni nos amábamos ni nos odiábamos, simplemente nos respetábamos, mientras cada uno planeaba la forma de matar al otro”. Desaparecido Kinski (por causas naturales), Herzog rememoraría su extraña amistad en ese sentido film-homenaje que tituló, muy pertinentemente, "Mi enemigo íntimo".

Entre Kinski con un machete y un mono con una ballesta, la verdad, no se qué elegir, parece estar pensando el atribulado Herzog. Imagen tomada durante el rodaje de "Cobra verde" (1987)

Los años noventa fueron la década en que Herzog se volcó de nuevo en el documental, buscando retratar experiencias extremas: la labor de los bomberos apagando los pozos de petróleo kuwaitíes incendiados por Iraq ("En las puertas del infierno"), una erupción volcánica en la isla de Guadalupe ("La soufrière"), la historia de un piloto alemán prisionero del Vietcong ("El pequeño Dieter necesita volar", que luego recrearía en el film bélico "Rescate al amanecer", protagonizado por Cristian Bale), etc., filmando desde un globo, bajo el mar, escalando, en la selva tropical o la alta montaña en la Patagonia.

La pasada década ve el estreno de sobrecogedores filmes como "Grizzly Man", sobre la peripecia entre los osos del ecologista Timothy Treadwell, o "Encuentros en el fin del mundo", poética exploración sobre la gente que vive en la Base McMurdo de la Antártida (donde invernó Shakelton), dos multipremiados filmes de culto que son ya clásicos del género documental.

Han pasado más de veinte años desde la foto anterior, pero siempre hay alguien que sucumbe a la tentación de amenazar a nuestro héroe con un arma. Imagen del film "Incidente en el lago Ness".

Además de sus incursiones en el teatro y la ópera, sus cincuenta años de actividad cinematográfica -como director, productor, actor, creador de la escuela itinerante de cine "Rogue Film School" y guionista- han resultado extraordinariamente fecundos, habiendo dado lugar a una amplísima producción que incluye "Signos de vida", "Donde sueñan las hormigas verdes", "Invencible", "Grito de piedra", etc., ..., películas en las que las fronteras entre ficción y documental se desfiguran hasta confundirse, y donde la naturaleza se muestra en todo su despiadado esplendor ante un hombre empequeñecido, pero nunca anulado, porque la grandeza de la locura visionaria humana iguala a la grandeza de la naturaleza.

La personalidad de Herzog es ciertamente desconcertante. Serio como un asceta y extravagante como un exhibicionista ha sido contratado como el "malo" del último film de Tom Cruise porque, al decir del director, era el único candidato que no necesita hablar o portar un arma para dar miedo. De adolescente se hizo católico para contrariar a su familia atea. Ha cocinado y se ha comido uno de sus zapatos ante la cámara; continuó una entrevista para la BBC en Los Angeles después de recibir -sin inmutarse- un balazo, mostrando incluso la herida al entrevistador; ha caminado desde Munich a Paris para despedir a una amiga, enferma terminal de cáncer, que le prometió -y cumplió la promesa, por cierto- no morir hasta recibir su tan demorada visita; ha recorrido Grecia a pie y afirma "no tener miedo absolutamente de nada", lo cual es aplicable tanto a haberse lanzado desnudo a un campo de cactus -lo hizo en Canarias, y afirma que "no fue para tanto"-, como a dirigir el arrastre de un barco a través de una jungla donde decidió deambular descalzo tal como lo hacían los nativos (ocurrió durante el rodaje de "Fitzcarraldo" en 1982, y lo relata su diario "La conquista de lo inútil", recién publicado en castellano). En cierta ocasión informó al ejército griego de su intención de matar a quien se interpusiese en un rodaje, y en otra una guerra fronteriza en América del Sur no fue impedimento para interrumpir su itinerante proceso de filmación. Puede cortar bruscamente a un fotógrafo de prensa que le pide una pose con un cínico "¡Nunca sonrío!" o ser el más cálido, abierto y comunicador entrevistado de un festival de cine.

  Cameo del director en la situación a la que parece más acostumbrado.

De su infatigable afán por documentar el enfrentamiento entre el ser humano y la naturaleza salvaje da cuenta la siguiente anécdota: en la nochebuena de 1971 Herzog estaba esperando tomar el vuelo regular de Lima a Pucallpa para localizar exteriores donde rodar su "Aguirre". En el último momento canceló su pasaje, lo cual resultó providencial: el avión fue alcanzado por un rayo y se desintegró a 2000 metros sobre la selva. Pero, providencialmente, Juliane Diller Köpcke, una joven de 17 años que viajaba en él, salió proyectada del aparato y cayó a tierra atada a su asiento -que amortiguó el aterrizaje- por el cinturón de seguridad, lo que la salvó la vida. Con una clavícula rota, se encontró aislada, rodeada de cadáveres (incluido el de su madre), sin sus gafas (era miope) y a 600 km. de cualquier lugar habitado. Recordó los consejos de su padre, biólogo, y buscó un arroyo que seguir en sentido descendente, lo cual la mantendría a resguardo de los peligros de entre la maleza y disponiendo de agua potable. Durante diez días en los que no pudo dormir por el calor y las picaduras de los mosquitos, prosiguió su tenaz avance, hasta hallar una barca a motor anclada en el río. Siguiendo de nuevo una recomendación de su padre, extrajo gasolina del motor y se la vertió en sus infectadas heridas: hasta 35 gusanos salieron de ellas.

A la mañana siguiente, los cazadores a los que pertenecía la barca dieron con ella y la llevaron en canoa hasta Tournavista (10 horas de navegación), de donde fue llevada al hospital de Pucallpa. Se recuperó y pudo dar indicaciones que permitieron hallar los restos del vuelo siniestrado. Se supo entonces que otros catorce pasajeros habían sobrevivido al accidente, pero no a los posteriores peligros de la selva.

Herzog tardó tres décadas en conseguir que Diller, que entretanto se había titulado en biología y zoología (y convertido en una autoridad mundial en el estudio de los murciélagos), aceptara relatar su peripecia ante la cámara. Lo hace en su sobrecogedor film "Wings of hope" (Alas de esperanza, año 2000), sentada en el mismo asiento que la salvó la vida y en el escenario de su caída.

Juliane Diller Köpcke, protagonista de una increíble historia de supervivencia, en la época en que ocurrieron los hechos que relata "Wings of hope".

Ese es Herzog. Ególatra temerario para sus enemigos, y el director vivo más importante al decir de Truffaut (de esta declaración hace ya varias décadas, pero es obvio que el cine de Herzog se ha hecho aún más grande en este periodo).

Por cierto, aún no he hablado de "La cueva de los sueños olvidados". A estas alturas de la entrada, quizá decir "es un documental dirigido por Werner Herzog" ya sea aval suficiente para saber que no se trata de un film tópico, sino una indagación en imágenes por la condición humana de un infatigable buscador de la verdad (y que considera que los documentales modernos “están tan cerca de la verdad como un glaciar de tirarse un pedo”).



Esta vez el cineasta nos adentra en las cuevas de Chauvet, en Francia, donde unas pinturas de 32.000 años de antigüedad, extraordiariamente conservadas, nos hablan de la visión del mundo de nuestros antepasados. La voz del director, las imágenes en relieve de este espacio cerrado y una música tan alucinatoria y "extática" como la del grupo alemán Popol Vuh en sus primeros trabajos dan lugar a una experiencia hipnótica y absolutamente inenarrable. El éxtasis y el sobrecogiento se prolongan en el extrañísimo epílogo del film, cuando Herzog nos confronta con la mirada reptiloide de unos cocodrilos albinos criados a escasos kilómetros de las cuevas, en las aguas irradiadas que refrigeran una moderna central nuclear, y que han dado lugar a su sorprendente mutación.

El mundo sigue siendo un lugar al que es imposible acostumbrarse, parece decirnos este septuagenario (con el que es imposible aburrirse), y que tiene pendiente de estreno su último documental, "Into the Abyss", una serie de entrevistas realizadas a familiares de víctimas de asesinatos y a reclusos que esperan su ejecución en E.E.U.U., y que constituye su personal alegato contra la pena de muerte.

Y, como epílogo, el peculiar "homenaje" que Klaus Kinski brinda en su autobiografía ("Yo necesito amor") al director que mejores interpretaciones ha obtenido de su difilísima persona, y que el aludido, que empezó su carrera tomando "prestada" una cámara -que nunca devolvió- del Munich Film Institute, sin duda aceptaría como un halago: Es un individuo miserable, se me pega como una mosca cojonera, rencoroso, envidioso, ... apesta a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies. Su supuesto ‘talento' consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha domeñado fuerzas aparentemente insuperables. Para sus películas echa mano de personas poco desarrolladas mentalmente y de diletantes, a los que puede manejar a su antojo (¡y, supuestamente, hipnotizar!), y a los que paga un salario de hambre, y eso si les paga. El resto son tullidos y abortos de todo tipo, a fin de parecer interesante. No tiene la menor idea de cómo se hace una película. Ya ni intenta darme instrucciones. Hace tiempo que ha renunciado a preguntarme si estoy dispuesto a llevar a cabo sus aburridas chorradas, ya que le tengo prohibido hablar".

Como puede apreciarse, amistad, respeto y admiración en estado químicamente puro.

Kinski y Herzog, por una vez en plan moñas, en vez de amenazarse de muerte.